—No, sí que cayó. El daño cerebral por el golpe muestra la correspondiente aceleración en la caída. Cuando alguien cae golpeándose la parte trasera del cráneo, se producen daños en la parte frontal del cerebro, porque sigue cayendo una vez ha chocado el cráneo y lo golpea con fuerza.
—Tal vez al saltar cayera de cabeza —apuntó Bartholemew.
—Resulta interesante entonces que no haya encontrado el tipo de fracturas que irían asociadas. Déjame en cambio que te enseñe lo que he encontrado. —Anjali le mostró dos fotografías, ambas del rostro de Jason Underhill. Eran idénticas, salvo por el ojo morado y la magulladura a lo largo de la sien y la mandíbula de la segunda.
—¿Es que zurras a los cadáveres, Angie?
—Esto sólo aparece si los golpes fueron pre mortem —replicó Anjali—. Las saqué con diez horas de diferencia. Cuando lo ingresasteis, no tenía magulladuras… a excepción de una sutil hemorragia en la zona facial que podía haber sido causada por la caída. Pero yacía sobre ese lado de la cara cuando lo encontraron, y el encharcamiento de sangre pudo haber disimulado las contusiones. Cuando ingresó en el depósito y lo colocaron boca arriba, la sangre se redistribuyó. —Descolgó las radiografías que habían estado examinando—. Cuando era becaria, se nos presentó un caso de una mujer que al ingresar cadáver no mostraba ningún traumatismo exterior aparente, salvo una ligera hemorragia en los músculos tensores de la nuca. En el momento de acabar la autopsia, había dos ostensibles marcas por estrangulamiento en el cuello.
—¿Y no pudo golpearse él solo al caer?
—Ya pensaba que dirías eso. Echa un vistazo. —Anjali colocó otra radiografía en el panel iluminado.
Bartholemew soltó un leve silbido.
—Ésa es su cara, ¿no?
—Lo era.
El policía señaló una grieta a lo largo de la sien.
—Parece una fractura.
—Ahí es donde se golpeó al caer —dijo Anjali—. Pero fíjate más atentamente.
Bartholemew entornó los ojos. En el pómulo y la mandíbula había otras marcas longitudinales más pequeñas y débiles.
—En el caso de un primer golpe y una caída subsiguiente, las líneas de la fractura causada por la caída se ven interrumpidas por las líneas de la fractura del golpe inicial. La herida en la cabeza causada por una caída suele encontrarse a la altura aproximada del ala de un sombrero. Sin embargo, un puñetazo en el rostro suele impactar por debajo de esa altura.
La fractura en la sien de Underhill se prolongaba hacia la cuenca del ojo y el pómulo, pero se detenía bruscamente en una de las líneas más finas.
—El cadáver presentaba también coagulación extra de glóbulos rojos en los tejidos alrededor de la mandíbula y las costillas.
—¿Y eso qué significa?
—Son hematomas que no tenían por qué producirse. Esos tejidos sufrieron un traumatismo, pero antes de que la sangre se descompusiera y se volviera negra y azul, la víctima murió.
—De modo que es posible que se peleara con alguien antes de decidirse a saltar —dijo Bartholemew, cuya mente iba a toda velocidad repasando posibilidades.
—Puede que te interese esto. —Anjali le mostró un portaobjetos en el microscopio con unas raspaduras diminutas—. Las hemos extraído de las puntas de los dedos del fallecido.
—¿Qué son?
—Astillas que encajan con el tipo de madera de la barandilla del puente. Había otras astillas similares en los faldones de su abrigo. —Anjali miró a Bartholemew—. No creo que ese chico se matara arrojándose por el puente —dijo—. En mi opinión alguien le empujó.
Cuando Daniel oyó aquellos sollozos dio por sentado de inmediato que se trataba de Trixie. Durante los días que habían pasado desde el trágico final de Jason, se deshacía en lágrimas al menor estímulo: mientras comía sentada a la mesa, mientras se lavaba los dientes, al ver un anuncio en la televisión. Estaba tan obcecada en sus recuerdos que Daniel no sabía cómo hacer que se relajara y volviera al mundo real.
A veces la sostenía entre sus brazos. Otras se sentaba a su lado, sin decir nada. Nunca intentaba contener sus lágrimas, no se consideraba en posesión de tal derecho. Sólo quería que ella supiera que él estaba allí, si lo necesitaba.
Esta vez, cuando oyó el llanto, Daniel subió al piso de arriba. Sin embargo, en lugar de encontrarse a Trixie llorando, resultó que era su mujer la que estaba sentada en el suelo del dormitorio, abrazada a un lío de ropa limpia.
—¿Laura?
Ella se volvió al oír su nombre, enjugándose las mejillas.
—Lo siento… Ya sé que no debería hacerlo… pero no puedo dejar de pensar en él.
«Él». A Daniel le dio un vuelco el corazón. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que, al oír una frase como aquélla, no se sintiera como si le hubieran propinado un puñetazo?
—Supongo que es porque… —Se secó los ojos—. No sé… porque también él tenía una madre.
«Jason». El alivio inmediato que sintió Daniel al comprender que Laura no estaba llorando por el tipo innombrable con el que se había acostado se evaporó al caer en la cuenta de que lloraba por alguien que no merecía tanta compasión.
—He tenido tanta suerte, Daniel —dijo Laura—. ¿Y si hubiera sido Trixie la que hubiera muerto la semana pasada? ¿Y si… y si tú me hubieses dicho que me fuera?
Daniel acarició el pelo de Laura, pasándoselo por detrás de la oreja. Quizá había que estar a punto de perder a alguien para darse cuenta de su valor. Tal vez era lo que les pasaba a ellos dos.
—Yo nunca habría dejado que te fueras.
Laura se estremeció, como si esas palabras la hubieran conmocionado.
—Daniel, yo…
—No tienes motivos para llorar por nosotros —le dijo apretándole el hombro—, porque todo se arreglará.
Notó el movimiento de Laura, asintiendo, contra sí.
—Y no tienes por qué llorar por Jason —añadió Daniel—, porque se merece estar muerto.
No había pronunciado hasta entonces esas palabras en voz alta, unas palabras que tenía en la cabeza desde que Laura contestó a aquella llamada telefónica días atrás. Pero se correspondían con exactitud con el mundo que él dibujaba: un mundo en el que cada acción tenía sus consecuencias, un mundo en que los latidos de sus historias palpitaban de venganza y castigo. Jason le había hecho daño a Trixie, por tanto Jason merecía ser castigado.
Laura se apartó, mirándole con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué te pasa? —dijo él, desafiante—. ¿Te escandaliza que piense así?
Ella guardó silencio unos segundos.
—No —admitió Laura—. Pero sí que lo hayas dicho en voz alta.
En cuanto introdujo la fotografía digital de las huellas del puente en su programa informático y las comparó con una huella sobre tinta de la bota de Jason, Bartholemew comprobó que coincidían. Sin embargo, había otra huella con un dibujo en la suela diferente al de la bota de Jason, posiblemente del calzado del hipotético sospechoso.
Exhalando un suspiro, Bartholemew apagó la pantalla de su ordenador y cogió la bolsa con las pruebas tomadas en el escenario del crimen. Hurgó en ella hasta encontrar el teléfono móvil que Jerry había encontrado junto a la víctima. Un Motorola, idéntico al del propio Bartholemew. En el estado de Maine no era tan fácil disponer de tanta variedad de móviles como en una gran ciudad. Era muy probable que Jason lo hubiera comprado en la misma tienda que él y que se lo hubiera encargado al mismo comercial.
Bartholemew pulsó unos botones. No había mensajes guardados, ni de texto ni de voz. Pero había una grabación.
Marcó una combinación de función abreviada, *8, y de repente se escuchó en la habitación la barahúnda de una pelea. Golpes, que debían de ser puñetazos, gruñidos, gemidos. Oyó la voz de Jason, rota, suplicante. Y otra voz igualmente familiar: «Si alguna vez vuelves a acercarte a mi hija, te mataré».
Bartholemew se levantó de la silla, cogió el abrigo y se marchó en busca de Daniel Stone.
—¿Tú qué crees que pasa cuando te mueres? —preguntó Zephyr.
Trixie estaba tumbada en la cama boca abajo, hojeando las páginas de la revista
Allure
, mirando unos bolsos y unos zapatos que nunca podría permitirse. De todas formas, ella no llevaba bolso. No quería ser de esas personas que no pueden llevar lo que necesitan en el bolsillo trasero de los pantalones.
—Que te pudres —dijo Trixie, y volvió la página del anuncio siguiente.
—Eso sí que es asqueroso de verdad —dijo Zephyr—. ¿Cuánto tiempo se debe de tardar?
Trixie también había pensado en el tema, pero no estaba dispuesta a admitirlo ante Zephyr. Todas las noches, desde que había muerto, Jason la visitaba en su dormitorio en las horas más oscuras. A veces se limitaba a mirarla fijamente hasta que ella se despertaba; otras le hablaba. Hasta que al final se iba, precipitándose a través del cuerpo de ella.
Trixie sabía que aún no lo habían enterrado y quizá ése era el motivo de que siguiera visitándola. Tal vez cuando su cuerpo empezara a descomponerse en el interior del ataúd, ya no volvería a presentarse a los pies de su cama.
Desde que Trixie había regresado del hospital tocio había vuelto a ser como en los viejos tiempos. Zephyr pasaba por su casa a la salida del instituto y le contaba todo lo que se estaba perdiendo: la riña entre dos
cheerleaders
a las que les gustaba el mismo chico; el profesor suplente de francés, que era incapaz de hablar una sola palabra del idioma; la alumna de segundo año a la que habían hospitalizado por anorexia. Zephyr había sido también la fuente de información que la había mantenido al corriente sobre el modo en que el instituto de Bethel estaba asimilando la muerte de Jason. Los asesores educativos habían organizado una charla acerca de la depresión entre los adolescentes; el director se había dirigido a todas las clases a través del sistema de megafonía para pedir un minuto de silencio; la taquilla de Jason se había convertido en un centro de peregrinación, decorada con notas, pegatinas y muñequitos de peluche. Era, pensaba Trixie, como si la figura de Jason se hubiera agigantado tras su muerte, alcanzando proporciones que superaban a las de la vida, como si ahora evitarlo fuera a ser aún más difícil para ella.
Zephyr rodó hasta quedar tumbada de espaldas.
—¿Tú crees que duele morir?
«No tanto como duele vivir», pensó Trixie.
—¿Crees que vamos a otro lugar… después de la muerte? —preguntó Zephyr.
Trixie cerró la revista.
—No lo sé.
—Me preguntó si se parecerá a como es aquí. Si también habrá personas populares y personas imbéciles, entre la gente muerta quiero decir…
Eso sonaba a instituto y, tal como se lo imaginaba Trixie, era más probable que se pareciera al infierno.
—Supongo que es diferente para cada persona —dijo—. O sea, que si te murieras tú, tendrías un montón de maquillaje Sephora que no se acabaría nunca. Y, en el caso de Jason, debe de ser como una pista de hielo inmensa.
—Pero, entonces, ¿la gente pasa de un sitio a otro? ¿Los que juegan a hockey se comunican con los que sólo comen chocolate, por ejemplo? ¿O con los que juegan a la Nintendo horas y horas sin parar?
—A lo mejor hay bailes o algo así —dijo Trixie—. O un tablón de anuncios, y así sabes a qué se dedica cada cual, y puedes ir con alguien si te apetece o largarte si no.
—Me juego algo a que comer chocolate en el cielo no es lo mismo que aquí —dijo Zephyr—. Si puedes tenerlo siempre que quieres, seguro que no está tan bueno. —Se encogió de hombros—. Apuesto a que desde allí todos nos están mirando, porque saben que nos lo pasamos mejor que ellos, pero somos tan idiotas que ni nos enteramos. —Miró a Trixie de reojo—. Adivina qué he oído.
—Qué.
—Que tenía la cabeza abollada por todas partes.
Trixie sintió que se le revolvía el estómago.
—Seguro que no es más que un rumor.
—Qué va, para nada. La novia del hermano de Marcia Breen es enfermera y vio a Jason cuando lo ingresaron en el hospital. —Hizo estallar un globo de chicle—. Espero que si ha ido al cielo, le pusieran un vendaje bien grande, le hicieran la cirugía estética o algo.
—¿Y por qué crees que habrá ido al cielo? —preguntó Trixie.
Zephyr se quedó de piedra.
—Bueno, no pretendía decir nada… yo sólo… —Miró a Trixie—. Trix, ¿de verdad te alegras de que esté muerto?
Trixie se quedó mirando sus manos en el regazo. Por un momento le pareció que pertenecían a otra persona: inmóviles, pálidas, demasiado pesadas para el resto del cuerpo. Hizo un esfuerzo por volver a abrir la revista y fingió quedarse absorta viendo los diferentes tipos de lampones para no tener que responder a Zephyr. A lo mejor después de leer un rato, ambas se olvidarían de lo que acababa de preguntar. Quizá si pasaba un rato, Trixie ya no tendría que asustarse por su respuesta.
Según Dante, cuanto más se desciende en el infierno, más frío hace. Cuando Daniel se imaginaba el infierno, veía el vasto territorio yermo del delta de Yukon-Kuskokwim donde había crecido. De pie junto a la orilla del río helado, se podía ver el humo que ascendía a lo lejos. Un esquimal yup’ik habría sabido que se trataba del agua del mar que humeaba al contacto con el aire gélido, aunque por un efecto engañoso de la luz se podía pensar otra cosa. Se podía pensar que era el aliento del diablo.
Cuando Daniel llegó al noveno círculo del infierno, dibujó un mundo de planos y ángulos, una sincronía de líneas blancas, un territorio hecho de hielo. Un lugar en el que cuanto mayor era el esfuerzo por escapar, más profundamente te veías atrapado.
Daniel acababa de trazar los últimos retoques al rostro del diablo cuando oyó un coche en el camino de entrada. Por la ventana del estudio vio al detective Bartholemew bajarse de su Taurus. ¿Acaso no sabía que ese momento tenía que llegar? Lo sabía desde el instante en que al regresar al aparcamiento había visto a Jason Underhill con Trixie.
Daniel abrió la puerta principal antes de darle tiempo al detective a que llamara.
—Vaya —dijo Bartholemew—, a esto yo lo llamo rapidez.
Daniel trató de encauzar la conversación a través de las réplicas y contrarréplicas de los convencionalismos, pero era como si acabara de llegar de nuevo del pueblo, bombardeado por sensaciones que no comprendía: colores, puntos de vista y modos de hablar que no hubiera visto ni oído antes.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó al fin.
—Me gustaría hablar un minuto con usted, si no le molesta —le pidió Bartholemew.