Read El décimo círculo Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (41 page)

BOOK: El décimo círculo
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Adónde? —preguntó el taxista.

Trixie miró por la ventanilla.

—Al aeropuerto —dijo.

—No te lo pediría si no fuera una emergencia —suplicó Bartholemew. Echó un vistazo alrededor de la oficina de Venice Prudhomme, atestada de expedientes amontonados y hojas impresas de ordenador y copias de declaraciones judiciales.

Ella suspiró, sin molestarse en levantar la vista del microscopio.

—Mike, para ti todo es una emergencia.

—Por favor. Tengo un pelo arrancado de raíz, encontrado en el cadáver del muchacho, y sangre de Trixie conservada pulcramente en su kit de análisis, de cuando la examinaron por la violación. Si el ADN concuerda, no necesito más para conseguir una orden de detención.

—No —dijo Venice.

—Ya sé que tenéis trabajo acumulado y…

—No es por eso —le interrumpió, mirando a Bartholemew—. Yo no puedo abrir un kit de análisis sellado de una violación.

—¿Por qué? Trixie Stone dio su consentimiento a que le extrajeran esa sangre.

—En tanto que víctima —puntualizó Venice—. No para demostrar que hubiera cometido un crimen.

—No deberías ver tanta televisión.

—A lo mejor a ti no te vendría mal ver «Ley y Orden».

Bartholemew frunció el ceño.

—No puedo creer que me hagas esto.

—Yo no estoy haciendo nada —dijo Venice, inclinándose de nuevo sobre el microscopio—. Al menos mientras un juez no diga que lo haga.

El verano en la tundra parecía salido de un sueño. Como el sol brillaba hasta las dos de la madrugada, la gente no dormía mucho en Akiak. Los chicos se reunían donde hubiera bebida de contrabando e intentaban conseguir alguna, o se dejaban los envoltorios de las chocolatinas y las latas de refrescos derramadas si no podían. Los más jóvenes chapoteaban en el agua verde y brumosa del Kuskokwim, aunque, siendo pleno agosto, todavía perdieran la sensibilidad en los tobillos después de apenas unos segundos de inmersión. Todos los años alguien se ahogaba en alguno de los poblados yup’ik; el agua estaba demasiado fría para permanecer en ella el tiempo suficiente para aprender a nadar.

Cuando tenía ocho años, Daniel se pasó el mes de julio caminando descalzo a lo largo de las orillas del Kuskokwim. Una cortina de sauces y alisos bordeaba una de las riberas del río; en la otra, la hierba bajaba hasta el agua desde un terraplén de tres metros. Los mosquitos se le arremolinaban en las partes despejadas del rostro cada vez que dejaba de moverse; a veces se le colaban por las orejas, con el zumbido ronco de un bimotor. Daniel contemplaba los gordos lomos de los salmones reales asomar como tiburones en miniatura en el centro del río. Los hombres del poblado habían partido en sus barcas de pesca de aluminio, las mismas que se habían pasado el invierno dormitando en la orilla como ballenas varadas. Los campamentos de pesca yup’ik tachonaban la ribera: ciudades unicelulares hechas de tiendas de paredes blancas, o nudosos postes clavados unos a otros y recubiertos de lonas que ondeaban al viento como los delantales de viejas sobresaltadas. Sentadas en mesas de madera contrachapada, las mujeres cortaban tiras de salmones rojos y salmones reales, y luego las colgaban de rejillas para secarlas, mientras llamaban a sus hijos: «Kaigtuten-qaa?». (¿Tenéis hambre?), «Qinucetaanrilgu kinguqliin!». (¡No provoques a tu hermano pequeño!).

Había recogido ya una rama descortezada, una correa de ventilador y un sujetapapeles al vuelo: una punta aguda que sobresalía del limo. No podía ser… ¿o sí? Hacía falta un cierto entrenamiento visual para distinguir, entre los restos de madera recubiertos de lodo, un colmillo de marfil o un hueso fosilizado, pero Daniel sabía que a veces pasaba. Había otros chicos en la escuela que habían encontrado dientes de mastodonte en las orillas del río, los mismos que se burlaban de él porque era
kass’aq
, que se reían porque no era capaz de acertar a una perdiz blanca ni sabía volver de las montañas durante una salida a la nieve.

Daniel se agachó y escarbó alrededor de la base, a pesar de que el río inundaba el agujero y malograba sus progresos. Era un colmillo auténtico, que estaba ahí delante de él, al alcance de la mano. Imaginó que podría ser de una capa inferior a la freática, más grande incluso que el que estaba expuesto en Bethel.

Dos cuervos le observaban desde la orilla, haciéndose entre sí comentarios sarcásticos mientras Daniel tiraba con esfuerzo. Los colmillos de mamut podían medir hasta tres o tres metros y medio de longitud, y podían pesar hasta cien kilos. Puede que no fuera ni siquiera de mamut, sino de un
quugaarpak
. Los yupiit contaban historias sobre esa enorme criatura que vivía bajo tierra y sólo salía al exterior de noche. Si le sorprendía el sol mientras estaba en la superficie, aunque sólo le rozara en una parte, el cuerpo entero se le volvía de hueso y marfil.

Daniel se pasó horas intentando extraer el colmillo, pero estaba clavado con demasiada firmeza y demasiado hondo. Se vería obligado a abandonarlo e ir a por refuerzos. Señaló el emplazamiento, pisoteando unos juncos altos y dejando un montículo de piedras junto a la orilla para marcar el lugar en el que el colmillo tendría que esperar.

Al día siguiente, Daniel volvió provisto de una pala y un taco de madera. Había ideado un plan superficial, consistente en construir una pequeña presa que contuviera el agua mientras excavaba para liberar el colmillo del limo. Pasó junto a las mismas personas trabajando en el campamento de pesca y por el recodo de la orilla donde había un grupo de alisos derribados en el agua; los dos cuervos seguían con su cháchara. Pero, cuando llegó al lugar donde el día anterior había encontrado el colmillo, comprobó que había desaparecido.

Dicen que uno no puede meterse dos veces en el mismo río. Tal vez ése era el problema o quizá la corriente era tan fuerte que se había llevado el pequeño montón de piedras que Daniel había dejado como señal. O puede que, como decían los chicos yup’ik, Daniel fuera demasiado blanco para hacer lo que para ellos era tan natural como respirar: encontrar historia con sus propias manos.

Sólo cuando Daniel regresó al pueblo se dio cuenta de que los cuervos le habían seguido hasta casa. Todo el mundo sabía que si un pájaro se posa en tu tejado, eso significa compañía. Un grupo de cuervos, sin embargo, significaba algo completamente diferente: que la soledad era tu destino, que no había esperanza de cambiarlo.

Marita Soorenstad alzó la vista en cuanto Bartholemew entró en su despacho.

—¿Te acuerdas de un tipo llamado David Fleming? —le preguntó.

El detective se dejó caer en una silla, delante de ella.

—¿Debería acordarme?

—En 1991 violó e intentó asesinar a una chica de quince años que volvía de la escuela a casa en bici. Después mató a alguien en otro condado, y llegó hasta el Tribunal Supremo la cuestión de si la muestra de ADN obtenida del primero de los casos podía o no utilizarse como prueba para el segundo.

—¿Y?

—Que, en Maine, si tomas una muestra de sangre de un sospechoso para un caso, sí puedes utilizarla para analizarla con posterioridad aunque se trate de otro caso —dijo Marita—. El problema está en que cuando le sacaron sangre a Trixie Stone, ella consintió porque era la víctima, y eso es muy diferente de dar su consentimiento como sospechosa.

—¿Y no habrá algún resquicio legal?

—Depende —dijo Marita—. Pueden plantearse tres situaciones diferentes respecto a una muestra dada por una persona con su consentimiento, frente a una muestra obtenida merced a un mandamiento judicial. La primera de ellas se produce cuando la policía le dice a la persona que su muestra será utilizada para cualquier posible investigación. La segunda, cuando la policía le dice al sujeto que su muestra será usada sólo para una determinada investigación. La tercera, cuando la policía obtiene el consentimiento después de asegurar que la muestra será utilizada para investigar un delito determinado, sin hacer mención de otros posibles usos. ¿Hasta aquí de acuerdo?

Bartholemew asintió con la cabeza.

—¿Qué le dijiste exactamente a Trixie Stone con respecto al kit de análisis utilizado para el examen de las pruebas de violación?

Recordó la noche en que había conocido a la chica y a sus padres en el hospital. Bartholemew no estaba del todo seguro, pero imaginó que les había dicho lo que solía explicar a todas las víctimas de una agresión sexual: que iba a ser utilizado para investigar el caso de su violación, que muchas veces era la prueba del ADN la que servía para convencer a un jurado.

—Y no fe mencionaste que podría ser utilizado para cualquier otro caso hipotético, ¿verdad? —le preguntó Marita.

—No —dijo el detective frunciendo el ceño—. La mayoría de las víctimas de una violación ya tienen bastante con el caso que les atañe en esos momentos.

—Bien, eso significa que el alcance de su consentimiento es ambiguo. La mayoría de la gente da por sentado que cuando la policía le pide una muestra de sangre para ayudar a resolver un crimen, no va a utilizarla de forma indefinida para otros fines. Y podría generarse un debate muy acalorado acerca de esta cuestión: si a falta de consentimiento explícito, es razonable considerar constitucional la retención y reutilización de la muestra de sangre de una persona. —Se quitó las gafas—. A mí me parece que tienes dos opciones. O vuelves a hablar con Trixie Stone y le pides permiso para utilizar la muestra de sangre que tienes en ese kit de análisis de su violación o vas al juez y le pides un mandato para la obtención de una nueva muestra de sangre.

—No me sirve ninguna de las dos cosas —dijo Bartholemew—. La chica ha desaparecido.

Marita levantó la vista.

—¿Bromeas?

—Ojalá.

—Entonces tienes que ser más creativo. ¿De dónde más podrías sacar una muestra de su ADN? Algún sobre que cerrara lamiéndolo para el grupo de teatro del instituto o para las Juventudes Demócratas…

—Estaba demasiado ocupada haciéndose cortes en los brazos para dedicarse a más actividades extraescolares —dijo Bartholemew.

—¿Y dónde iba a curarse? ¿A la enfermería del instituto?

No, ése había sido el gran secreto de Trixie. Debía haberle costado lo suyo ocultarlo, sobre todo si se lo había hecho en horas de clase. Pero eso planteaba la pregunta de qué había utilizado para contener la hemorragia, ¿Tiritas, gasas, pañuelos de papel?

¿Habría dejado restos en la taquilla?

El piloto de avioneta de la compañía Arctic Circle Air había sido contratado para transportar a un veterinario que se dirigía a Bethel con motivo de la carrera K300 de trineos tirados por perros.

—¿Tú también vas allí? —le preguntó el veterinario y, aunque Trixie no tenía ni idea de adónde iba, asintió—. ¿Es la primera vez?

—¿Eh?, sí.

El veterinario se fijó en su mochila.

—Debes de ser de los alevines voluntarios.

Lo era, ese otoño había (ligado en el equipo alevín de fútbol.

—Sí, soy voluntaria —dijo Trixie.

—Los demás alevines se fueron ayer hacia los puntos de control —dijo el piloto—. ¿Perdiste el vuelo?

Lo mismo podría haberle hablado en chino.

—Estaba enferma —dijo Trixie—. Tenía gripe.

El piloto cargó la última caja de suministros en el vientre del avión.

—Bueno, si a ti no te importa viajar con el cargamento, a mí tampoco me importa llevar de paseo a una chica guapa.

Las Shorts Skyvan apenas parecían poder volar más bien eran como una autocaravana con alas. El interior estaba atestado de bolsas de viaje y palés.

—Podrías esperar al vuelo regular de mañana —dijo el piloto—, pero se avecina una tormenta. Probablemente te perderías toda la carrera sentada en el aeropuerto.

—Prefiero ir ahora —dijo Trixie, y el piloto la ayudó a subir.

—Cuidado con el cuerpo —dijo.

—Oh, no se preocupe.

—No me refería a ti. —El piloto golpeó con los nudillos una caja de madera de pino.

Trixie caminó a gatas hasta el otro extremo del compartimento de carga. ¿Tenía que volar hasta Bethel al lado de un ataúd?

—Al menos sabes que no te va a dar la paliza. —El piloto se rió y cerró la puerta del compartimento con ella dentro.

Trixie se sentó encima de las bolsas de viaje y se estiró pegándose a la pared de metal remachado. Podía oír hablar al piloto y al veterinario a través de la malla que la separaba de ellos. El avión vibró cobrando vida.

Tres días atrás, si alguien llega a decirle que iba a estar en esos momentos volando en un autobús con alas al lado de un cadáver, lo habría negado de plano. Pero la desesperación puede llevar a una persona a hacer cosas asombrosas. Trixie se acordó de su profesor de historia, que les contó que un invierno, en un asentamiento de Virginia, un hombre medio muerto de hambre había matado a su esposa y se la había comido tras salarla, antes de que los demás colonos llegaran a advertir su desaparición. Lo que un día te parece imposible, al siguiente puede parecerte esperanzado!’.

Al perder el contacto con el suelo, la caja de madera de pino se deslizó hacia Trixie, frenando al chocar contra las suelas de sus zapatos. «Podría ser peor», pensó. El cuerpo podría estar en una bolsa para cadáveres, en lugar de en un ataúd. Podría no ser un tipo cualquiera, sino Jason.

Se adentraron en la noche, una densa negrura salteada de estrellas. Allá arriba hacía más frío aún. Trixie se bajó las mangas del abrigo.

«Oooooh».

Se inclinó hacia la malla separadora para hablar con la parte delantera de la cabina. El veterinario ya estaba dormido.

—¿Ha dicho usted algo? —le dijo en voz alta al piloto.

—¡No!

Trixie volvió a recostarse contra el lateral del avión y entonces lo oyó de nuevo: la nota prolongada y serena de alguien cantando desde lo más profundo del alma.

Salía de debajo de la tapa de la caja de pino.

Trixie se quedó petrificada. Tenía que ser un ruido del motor. Quizá era el veterinario, que roncaba. Pero nuevamente, más fuerte esta vez, pudo rastrear el origen hasta el ataúd: «Ooooh».

¿Y si la persona que había allí dentro no estaba muerta? ¿Y si la habían metido dentro de esa caja claveteada e intentaba salir? ¿Y si estaba arañando la madera por dentro, clavándose astillas bajo las uñas y preguntándose cómo había ido a parar allí?

«Ooooh —suspiraba el cadáver—. Noooo».

Trixie se incorporó, poniéndose de rodillas, y a través de la malla agarró al piloto por el hombro.

BOOK: El décimo círculo
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

How to Eat by Nigella Lawson
Getting Rid of Matthew by Jane Fallon
A Different Blue by Amy Harmon
Wrong Kind of Paradise by Suzie Grant
A Prudent Match by Laura Matthews
Witch Is The New Black by Dakota Cassidy