—¿Cómo crees que hemos sido adiestrados nosotros los siervos de los Atreides, estúpido?
Suspiró profundamente, pensando:
Bien, y ahora, ¿de quién soy la finta?
Había algo de verdad en las palabras de Namri. Jessica prisionera de los Corrino, y Alia trazando sus tortuosos planes. La propia Jessica lo había puesto sobre aviso respecto a lo que podía esperarse de Alia como enemiga, pero no había previsto que ella misma pudiera ser hecha prisionera. De todos modos, tenía unas órdenes que debía obedecer. Primero estaba la necesidad de huir rápidamente de aquel lugar. Afortunadamente, un Fremen embozado se parecía mucho a cualquier otro Fremen embozado. Hizo rodar el cuerpo de Namri hasta un rincón, apiló almohadones sobre él, movió una alfombra para cubrir la sangre. Cuando hubo hecho esto, Halleck ajustó los tubos de nariz y boca de su destiltraje, se colocó la máscara como lo hubiera hecho cualquiera que se preparara para el desierto, se echó la capucha hacia el rostro, y salió al largo pasillo.
El inocente se mueve sin precauciones
, pensó, adaptando sus pasos a un caminar desenvuelto. Se sentía curiosamente libre, como si se estuviera alejando de un peligro y no avanzando hacia él.
Nunca me gustaron sus planes para con el chico
, pensó.
Se lo diré a ella, si consigo verla alguna vez. Sí.
Porque si Namri había dicho la verdad, ahora debía afrontar el más peligroso plan alternativo. Alia no iba a dejarle vivir mucho tiempo si conseguía echarle la mano encima. Pero siempre quedaba Stilgar… un buen Fremen lleno de buenas supersticiones Fremen.
Jessica se lo había explicado:
—Hay una muy delgada capa de comportamiento civilizado sobre la naturaleza original de Stilgar. Y lo único que tienes que hacer para arrancársela es…
El espíritu de Muad’Dib es más que palabras, más que la letra de la Ley que ha surgido en su nombre. Muad’Dib debe ser siempre esa afrenta interior contra los poderosos complacientes, contra los charlatanes y los fanáticos del dogma. Es esa afrenta interior lo que debe prevalecer, ya que Muad’Dib nos enseñó una cosa sobre todas las demás: que los seres humanos tan solo podrán perdurar en una fraternidad de justicia social.
El Pacto Fedaykin
Leto permanecía sentado con la espalda contra la pared de la choza, su atención fija en Sabiha, observando el desenrollarse de los hilos de su visión. Ella había dispuesto el café y se había sentado a un lado. Ahora permanecía acuclillada frente a él, preparando la comida de la tarde: gachas impregnadas en melange. Sus manos se movían rápidamente en la masa, y el líquido color índigo había manchado los bordes del bol. Se inclinó sobre el bol, removiendo el concentrado. La tosca membrana que convertía la choza en una destiltienda estaba remendada con un material más ligero inmediatamente detrás de ella, formando un halo gris donde su sombra danzaba a la vacilante luz de la llama del hornillo y de la única lámpara.
La lámpara intrigaba a Leto. Aquella gente de Shuloch despilfarraba el aceite de especia: una lámpara, no un globo. Mantenían esclavos dentro de aquellas paredes a los que llegaban del exterior, a la manera como prescribían las más antiguas tradiciones Fremen. Y sin embargo, empleaban ornitópteros y los más modernos modelos de factorías de especia. Eran una tosca mezcla de antiguo y moderno.
Sabiha empujó el bol de gachas hacia él, apagando la llama del hornillo.
Leto ignoró el bol.
—Seré castigada si no comes —dijo ella.
Él se la quedó mirando, mientras pensaba:
Si la mato, romperé una visión. Si le cuento los planes de Muriz, romperé otra visión. Si espero aquí a mi padre, este hilo de mi visión se convertirá en una gruesa cuerda.
Su mente eligió entre los hilos. Algunos de ellos tenían una suavidad que lo obsesionaba. Uno de sus futuros con Sabiha contenía una realidad terriblemente atractiva en el interior de su consciencia presciente. Amenazaba con bloquear a todos los demás hasta que lo siguió hasta su última agonía.
—¿Por qué me miras de esta forma? —preguntó ella.
El no respondió.
Ella empujó el bol más cerca de él.
Leto intentó tragar saliva en su reseca garganta. El impulso de matar a Sabiha creció en él. Notó como temblaba ¡Qué fácil sería romper una visión y dejar que la locura corriera libre!
—Muriz lo ordena —dijo ella, tocando el bol.
Sí, Muriz lo ordenaba. La superstición lo conquistaba todo. Muriz deseaba una visión para su uso particular. Era un antiguo salvaje pidiéndole al doctor brujo que echara sus huesos de buey e interpretara la forma cómo habían caído. Muriz le había quitado el destiltraje a su prisionero «como una simple precaución». Aquel comentario había sido una sarcástica lanza contra Sabiha.
Tan sólo los estúpidos dejan escapar a un prisionero.
De todos modos, Muriz tenía un profundo problema emocional: el Río del Espíritu. El agua del prisionero corría por las venas de Muriz. Muriz buscaba un signo que le permitiera mantener una amenaza de muerte sobre Leto.
De tal madre, tal hijo
, pensó Leto.
—La especia tan sólo te proporcionará visiones —dijo Sabiha. Los silencios largos la hacían sentirse incómoda—. Yo he tenido visiones muchas veces durante la orgía. No significan nada.
¡Esto es!
, pensó él, sintiendo que su cuerpo se envaraba en una inmovilidad absoluta que dejó su piel fría y húmeda. El adiestramiento Bene Gesserit tomó el control de su consciencia, una luminosidad que, partiendo de un solo punto, se difundía a su alrededor esparciendo la brillante luz de la visión sobre Sabiha y todos sus compañeros Desheredados. La antigua enseñanza Bene Gesserit era explícita:
«Los lenguajes surgen para reflejar las especializaciones de una forma determinada de vida. Cada especialización puede ser reconocida por sus palabras, por sus premisas y por la estructura de sus declaraciones. Analiza las pausas. Las especializaciones representan lugares donde la vida se detiene, donde el movimiento es condenado y congelado».
Vio entonces a Sabiha como una creadora de visiones por derecho propio, y supo que todos los demás seres humanos tenían idéntico poder. Sin embargo, ella desdeñaba sus propias visiones de la orgía de la especia. Le causaban intranquilidad, y por ello debían ser puestas a un lado, deliberadamente olvidadas. Su gente rezaba a Shai-Hulud porque el gusano dominaba muchas de sus visiones. Rogaba por el rocío al borde del desierto porque la humedad limitaba sus vidas. Sin embargo, nadaban en la riqueza de especia y atraían a la trucha de arena a los qanats al aire libre. Sabiha lo alimentaba de visiones prescientes con una casual indiferencia, y sin embargo él sabia que sus palabras encendían señales luminosas en su interior; dependía de los absolutos, susurraba limites definidos, y todo ello debido a que no podía enfrentar los rigores de las terribles decisiones que circundaban su propia carne. Se aferraba a su visión monocular del universo, por reductiva y atemporal que fuese, debido a que las alternativas la aterraban.
En contraste, Leto percibía el puro movimiento existente en sí mismo. Era una membrana recogiendo infinitas dimensiones y, debido a que veía esas dimensiones, estaba en situación de tomar las más terribles decisiones.
Como hizo mi padre.
—¡Debes comer esto! —dijo Sabiha, con voz petulante.
Leto vio todo el esquema de las visiones entonces, y supo cuál era el hilo que debía seguir.
Mi piel no es la mía.
Se puso en pie, envolviéndose en sus ropas. Las sintió extrañas contra su carne, sin destiltraje que protegiera su cuerpo. Sus pies estaban desnudos sobre la impermeabilizada tela que cubría el suelo, sensibles a los granos de arena que habían penetrado en la choza.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sabiha.
—El aire está enrarecido aquí. Voy afuera.
—No puedes escapar —dijo ella—. Cada cañón tiene su gusano. Si vas más allá del qanat, los gusanos te descubrirán por tu humedad. Esos gusanos cautivos están muy alertas… no son en absoluto como los del desierto. ¡Y además —¡qué maligna alegría había en su voz— no tienes destiltraje!
—Entonces, ¿por qué te preocupas? —dijo él, preguntándose si alguna vez conseguiría provocar una reacción real en ella.
—Porque no has comido.
—Y tú serás castigada.
—¡Sí!
—Pero yo ya estoy saturado de especia —dijo él—. Cada momento es una visión. —Hizo un gesto con un pie desnudo hacia el bol—. Echa esto en la arena. ¿Quién lo sabrá?
—Nos observan —murmuró ella.
Él agitó la cabeza, apartando a Sabiha de sus visiones, sintiendo que una nueva libertad lo envolvía. No necesitaba matar a aquel pobre peón. Ella danzaba al compás de otra música, sin siquiera conocer los pasos, creyendo todavía podía compartir el poder que codiciaban los ávidos piratas de Shuloch y Jacurutu.
Leto se dirigió hacia el sello de puerta, apoyó una mano en él.
—Cuando venga Muriz —dijo ella—, se irritará tremendamente con…
—Muriz es un mercader de vacuidad —dijo Leto—. Alia lo ha vaciado.
Ella saltó sobre sus pies.
—Voy afuera contigo.
Y él pensó:
Recuerda cómo escapé de ella. Ahora se da cuenta de la fragilidad de su control sobre mí. Sus visiones se agitan en su interior.
Pero ella no quería escuchar aquellas visiones. Hubiera bastado con que reflexionara: ¿Cómo podía él eludir a un gusano cautivo en su estrecho cañón? ¿Cómo podía vivir en el Tanzerouft sin destiltraje o fremochila?
—Debo estar solo para consultar mis visiones —dijo—. Tú debes quedarte aquí.
—¿Adónde irás?
—Al qanat.
—Las truchas de arena aparecen en bandadas por la noche.
—No van a comerme.
—A veces los gusanos descienden hasta casi junto al agua —dijo ella—. Si cruzas el qanat… —se interrumpió, intentando dar a sus palabras un sentido de amenaza.
—¿Cómo puedo montar un gusano sin garfios? —dijo él, preguntándose si ella había conseguido alguna vez salvar algún pequeño fragmento de sus visiones.
—¿Comerás cuando vuelvas? —preguntó ella, acuclillándose una vez más junto al bol, tomando el cazo y removiendo la mezcla color índigo.
—Cada cosa a su tiempo —dijo él, sabiendo que ella sería incapaz de detectar su delicado uso de la Voz, la forma en que insinuaba sus propios deseos en la decisión tomada por ella.
—Muriz vendrá a ver si has tenido alguna visión —advirtió ella.
—Me ocuparé de Muriz a mi manera —dijo él, notando cómo los movimientos de ella se habían vuelto lentos y pesados. El comportamiento típico de todos los Fremen se adaptaba de modo natural a la forma en que la estaba conduciendo ahora a ella. Los Fremen eran gente de extraordinaria energía al amanecer, pero de una profunda y letárgica melancolía al anochecer. Sabiha estaba ya a punto de sumergirse en el sueño y en sus sueños.
Leto salió solo a la noche.
El cielo brillaba con innumerables estrellas, y pudo divisar el perfil rocoso de la colina a todo su alrededor, recortado contra ellas. Se metió entre las palmeras en dirección al qanat.
Durante un largo tiempo Leto permaneció inmóvil en el borde del qanat, escuchando el incesante siseo de la arena en el interior del cañón que había tras él. El sonido indicaba un gusano pequeño; elegido por esta razón, sin la menor duda. Un gusano pequeño sería más fácil de transportar. Pensó en la captura del gusano: los cazadores debían haberlo atontado con agua vaporizada, utilizando el tradicional método Fremen con el que lo capturaban para el rito de la orgía de la transformación. Pero aquel gusano no sería muerto por inmersión. Aquel sería transportado en un cargo de la Cofradía hacia algún esperanzado comprador cuyo desierto sería probablemente demasiado húmedo. Pocos habitantes de otros mundos se daban cuenta de la profunda desecación en que la trucha de arena había mantenido Arrakis.
Había mantenido.
Porque incluso aquí en el Tanzerouft debía haber varias veces más humedad de la que cualquier gusano hubiera conocido anteriormente, excepto en el momento de su muerte en una cisterna Fremen.
Oyó a Sabiha removiéndose en la choza tras él. Se agitaba, inquieta por sus visiones tanto tiempo reprimidas. Se preguntó cómo hubiera sido vivir con ella fuera de toda visión, aceptando cada momento exactamente como se presentara, por sí mismo. Aquel pensamiento lo atrajo mucho más fuertemente que cualquier visión provocada por la especia. Había una cierta limpieza interior en hacer frente a un futuro desconocido.
«Un beso en el sietch vale por dos en la ciudad».
La vieja máxima Fremen lo decía todo. El sietch tradicional era una sugestiva combinación de rusticidad mezclada con circunspección. Había rastros de aquella circunspección en la gente de Jacurutu/Shuloch, pero tan sólo rastros. Aquello lo entristeció al revelarle lo perdido que estaba.
Lentamente, tan lentamente que el conocimiento estaba en él antes incluso de darse cuenta de cómo se había iniciado, Leto fue consciente del suave susurro de muchas criaturas a su alrededor.
Truchas de arena.
Muy pronto sería tiempo de ir de una visión a otra. Captó el movimiento de las truchas de arena como un movimiento que se producía en su interior. Los Fremen habían vivido con aquellas extrañas criaturas por generaciones, sabiendo que si uno arriesgaba un poco de agua como cebo, podía tenerlas al alcance de la mano. Muchos Fremen muriendo de sed habían arriesgado sus últimas gotas de agua en este juego, sabiendo que el dulce jarabe verdoso destilado de una trucha de arena era un excelente energético. Pero las truchas de arena eran casi siempre asunto de los niños, que las capturaban para los Huanui. Como un juego.
Leto se estremeció al pensamiento de lo que aquel
juego
significaba ahora para él.
Sintió a una de aquellas criaturas deslizarse sobre su pie desnudo. El animal vaciló unos instantes, luego prosiguió su camino, atraído por la mayor cantidad de agua en el qanat.
Por un momento, sin embargo, Leto captó la realidad de su terrible decisión.
El guante de truchas de arena.
Era uno de los juegos de los niños. Si uno colocaba una trucha de arena en su mano, directamente sobre la piel, esta formaba como un guante viviente. Los indicios de sangre en los capilares de la piel podían ser captados por las criaturas, pero alguno de los componentes de la sangre las repelía. Más pronto o más tarde, el guante se deslizaba de nuevo hacia la arena, para ser cogido inmediatamente y metido en un cesto de fibra de especia. La especia calmaba a las truchas de arena hasta el momento en que eran echadas a los destiladores de muertos.