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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (55 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Muriz aterrizó en el pan, cerca de la base de uno de los cañones. Una estructura aislada se erguía en la arena directamente delante del tóptero: un techo de lianas del desierto y hojas de bejato, embutidas con tejido de especia. Era la réplica viviente de las primeras toscas destiltiendas, y hablaba de la decadencia de algunos de los habitantes de Shuloch. Leto sabía que aquel lugar debía perder humedad y estar repleto de chupadores nocturnos provenientes de los cercanos matorrales. Sin embargo, allí era donde había vivido su padre. Y la pobre Sabiha. Aquel sería su castigo.

Bajo órdenes de Muriz, Leto salió del tóptero, saltó a la arena, y se dirigió a largas zancadas hacia la choza. Pudo ver bastante gente trabajando más allá, en el cañón, cerca de las palmeras. Tenían un aspecto lamentable, macilento, y el hecho de que apenas le dirigieran una distraída mirada a él y al tóptero decía mucho de la opresión que había allí. Leto pudo ver la orilla rocosa de un qanat más allá de los trabajadores, y era imposible equivocarse con respecto a la humedad que había en el aire: agua al abierto. Al rebasar la choza, Leto vio que era tan tosca como había esperado. Avanzó hacia el qanat, miró hacia la superficie, y vio los torbellinos de los peces predadores en la oscura corriente. Los trabajadores, evitando su mirada, estaban limpiando de arena las embocaduras de los cañones.

Muriz se acercó a Leto por detrás y dijo:

—Estás en el límite entre los peces y el gusano. Cada uno de estos cañones tiene su gusano. Este qanat ha sido abierto, y dentro de poco retiraremos los peces para atraer a las truchas de arena.

—Por supuesto —dijo Leto. Los criáis como ganado. Vendéis las truchas de arena y los gusanos fuera del planeta.

—¡Fue Muad’Dib quien nos lo sugirió!

—Lo sé. Pero ninguno de vuestros gusanos o truchas de arena sobrevive mucho tiempo lejos de Dune.

—Todavía no —dijo Muriz—. Pero algún día…

—No en diez mil años —dijo Leto. Y se giró para observar el torbellino que se agitaba en el rostro de Muriz. Las preguntas fluían en él como el agua en el qanat. ¿Podía leer realmente aquel hijo de Muad’Dib el futuro? Uno podía creer que Muad’Dib lo hubiera hecho, pero… ¿Cómo podía ser juzgado algo como aquello?

Tras unos instantes Muriz retrocedió, conduciéndolo hacia la choza. Abrió el tosco sello de entrada e hizo un gesto a Leto para que entrara. Había una lámpara de aceite de especia ardiendo en la pared más alejada, y una pequeña silueta acuclillada bajo ella, de espaldas a la puerta. El aceite ardiendo despedía una densa fragancia a canela.

—Han mandado a un nuevo prisionero a cuidar del sietch de Muad’Dib —ironizó Muriz—. Si sirve bien, podrá conservar su agua por un tiempo. —Se enfrentó a Leto—. Algunos piensan que es malo tomar una tal agua. ¡Esos remilgados Fremen de ahora llenan sus nuevas ciudades con montañas de basura! ¡Montañas de basura! ¿Cuándo ha visto nunca Dune montañas de basura? Cuando recibimos a alguien… —Señaló hacia la silueta junto a la lámpara—… generalmente están medio locos de miedo, perdidos para su propia raza, y ningún verdadero Fremen los aceptaría ¿Me comprendes. Leto-Batigh?

—Te comprendo. —La figura acuclillada no se había movido.

—Tú hablas de guiarnos —dijo Muriz—. Los Fremen son guiados por hombres que se han cubierto de sangre. ¿Hacia dónde nos guiarías tú?

—Kralizec —dijo Leto, manteniendo su atención centrada en la acuclillada silueta.

Muriz lo miró intensamente, con el ceño fruncido sobre sus ojos índigo. ¿Kralizec? Aquello no era simplemente una guerra o una revolución; era el Tifón Absoluto. Aquella era una palabra surgida de las más remotas leyendas Fremen: Una batalla en el límite del universo. ¿Kralizec?

El alto Fremen tragó saliva convulsivamente. ¡Aquel enano era tan impredecible como un dandy de la ciudad! Muriz se giró hacia la acuclillada silueta.

—¡Mujer!
¡Liban wahid!
—ordenó.
¡Traednos la bebida de especia!

Ella vaciló.

—Haz lo que dice, Sabiha —dijo Leto.

Ella saltó de pie, girándose. Lo miró, incapaz de apartar sus ojos del rostro de él.

—¿La conoces? —preguntó Muriz.

—Es la sobrina de Namri. Ofendió a Jacurutu, y ellos te la han mandado a ti.

—¿Namri? Pero…


Liban wahid
—dijo Leto.

Ella se apresuró, pasando por su lado y cruzando el sello de la entrada. Pudieron oír el sonido de sus pies corriendo, allá afuera.

—No irá muy lejos —dijo Muriz. Se tocó un lado de la nariz con un dedo—. Una pariente de Namri, ¿eh? Interesante. ¿Cuál fue su ofensa?

—Me dejó escapar —Leto se giró y siguió a Sabiha.

La encontró inmóvil en la orilla del qanat. Se situó a su lado y miró al agua. Había pájaros en las cercanas palmeras abanico, podía oír sus llamadas y sus aleteos. Los trabajadores emitían sonidos raspantes al remover la arena. Permaneció en silencio, al igual que Sabiha, mirando hacia abajo, hacia las profundidades del agua y sus reflejos. Por el rabillo del ojo podía ver periquitos azules entre las frondas de las palmeras. Uno de ellos voló a través del qanat, y lo pudo ver reflejándose en el plateado remolino de un pez, todo ello agitándose al mismo tiempo, como si pájaros y predadores nadaran en idéntico firmamento.

Sabiha carraspeó.

—Me odias —dijo Leto.

—Me has cubierto de vergüenza. Me has avergonzado ante todo mi pueblo. Me sometieron al Isnad y me enviaron aquí a perder mi agua. ¡Todo ello por tu causa!

Muriz se echó a reír a poca distancia de ellos.

—Y ahora puedes ver, Leto-Batigh, que nuestro Río del Espíritu tiene muchos tributarios.

—Pero mi agua fluye en tus venas —dijo Leto, girándose—. Ella no es un tributario. Sabiha es el destino de mi visión, y yo la he seguido. He huido a través del desierto para hallar mi futuro aquí en Shuloch.

—¿Tu y…? —Muriz indicó a Sabiha, echó atrás la cabeza y soltó una risotada.

—No ocurrirá como tú crees —dijo Leto—. Recuerda esto, Muriz. He hallado las huellas de mi gusano. —Se dio cuenta de que había lágrimas en sus ojos.

—Está dando agua a los muertos —susurró Sabiha.

Entonces, Muriz lo miró casi con reverencia. Los Fremen nunca lloraban, a menos que su alma estuviera anegada en el más profundo dolor. Casi embarazado, Muriz cerró sobre su boca la máscara del destiltraje y echó sobre sus ojos su capucha djeballa.

Leto miró más allá del hombre y dijo:

—Aquí en Shuloch aún se invoca al rocío en el borde del desierto. Ve, Muriz, e invoca a Kralizec. Te prometo que acudirá.

51

El lenguaje Fremen implica gran concisión y un preciso sentido de la expresividad. Está inmerso en la ilusión de los absolutos. Sus premisas son un terreno fértil para las religiones absolutistas. Además, los Fremen son propensos a moralizar. Afrontan la terrible inestabilidad de todas las cosas con declaraciones de principio. Dicen: «Sabemos que aún existe una suma de todo el conocimiento asequible; esto es un atributo de Dios. Pero cualquier hombre puede aprender, cualquier hombre puede conservar lo que ha aprendido». Del doble filo de esta aproximación al universo los Fremen extraen una fantástica creencia en los signos y en los presagios y en su propio destino. Este es uno de los orígenes de su leyenda del Kralizec: la guerra en los límites del universo.

Informes Privados de la Bene Gesserit/folio 800881

—Lo tienen en un lugar seguro —dijo Namri, sonriéndole a Gurney Halleck a través de la cuadrada estancia de piedra—. Puedes informar de esto a tus amigos.

—¿Dónde es ese lugar seguro? —preguntó Halleck. No le gustaba el tono de Namri, sintiéndose como se sentía forzado por las órdenes de Jessica. ¡Maldita bruja! Sus explicaciones no tenían sentido, excepto la advertencia de lo que podía ocurrir si Leto fracasaba en dominar sus terribles memorias.

—Es un lugar seguro —dijo Namri—. Esto es todo lo que se me permite decirte.

—¿Cómo lo sabes?

—He recibido un distrans. Sabiha está con él.

—¡Sabiha! Pero si apenas acaba de dejarlo escap…

—No esta vez.

—¿Pretendes matarlo?

—Eso ya no depende de mí.

Halleck hizo una mueca.
Distrans.
¿Cuál era el alcance de aquellos condenados murciélagos de las cavernas? A menudo los había visto sobrevolando el desierto con ocultos mensajes sobreimpresos en sus estridentes gritos. Pero, ¿cuán lejos podían llegar en aquel infernal planeta?

—Debo verlo por mí mismo —dijo Halleck.

—Eso no está permitido.

Halleck inspiró profundamente para calmarse. Habían pasado dos días y dos noches esperando los informes de la búsqueda. Ahora era ya otra mañana, y sentía como su papel allí se disolvía a su alrededor, dejándolo desnudo. Nunca le había gustado mandar a nadie. Los que mandaban debían permanecer siempre esperando, mientras los demás hacia las cosas interesantes y peligrosas.

—¿Por qué no está permitido? —preguntó. Los contrabandistas que habían organizado aquel sietch-fortaleza habían dejado demasiadas preguntas sin respuesta, y ya no estaba dispuesto a consentirle lo mismo a Namri.

—Hay alguien que piensa que has visto demasiado en este sietch —dijo Namri.

Halleck captó la amenaza, se relajó en la engañosa apacibilidad del luchador entrenado, la mano cerca pero no apoyada en su cuchillo. Hubiera deseado un escudo, pero había tenido que prescindir de él desde el principio a causa de su efecto sobre los gusanos y por su poca vida en presencia de las cargas estáticas generadas por las tormentas.

—Estos secretos no forman parte de nuestro acuerdo —dijo Halleck.

—Si yo lo hubiera matado, ¿hubiera formado eso parte de nuestro acuerdo?

De nuevo percibió Halleck la presencia de invisibles fuerzas sobre las cuales Dama Jessica no le había advertido. ¡Aquel maldito plan suyo! Quizá fuera cierto que uno no debía fiarse de las Bene Gesserit. Inmediatamente se sintió desleal. Ella le había explicado el problema, y él había aceptado su plan con la convicción de que, como todos los planes, iba a necesitar ajustes posteriores. Además, ella no era ninguna Bene Gesserit: era Jessica de los Atreides, que siempre había sido para él una amiga y una aliada. Sin ella, Halleck sabía que se hubiera encontrado a la deriva en un universo más peligroso que aquel que habitaba ahora.

—No puedes responder a mi pregunta —dijo Namri.

—Tú debías matarlo tan sólo si mostraba evidencias irrefutables de estar… poseído —dijo Halleck—. De ser una Abominación.

Namri apoyó su puño en su oreja derecha.

—Tu Dama sabía que tenemos pruebas para tales gentes. Fue juicioso por su parte dejar esta decisión en mis manos.

Halleck apretó frustradamente los labios.

—Has oído las palabras que me dirigió la Reverenda Madre —dijo Namri—. Nosotros los Fremen comprendemos a tales mujeres, pero vosotros, habitantes de otros planetas, nunca las habéis comprendido. Las mujeres Fremen mandan a menudo a sus hijos a la muerte.

Halleck habló entre apretados labios:

—¿Acaso estás diciéndome que lo has matado?

—Vive. Está en un lugar seguro. Continúa recibiendo la especia.

—Pero yo debo escoltarlo de vuelta con su abuela si sobrevive —dijo Halleck.

Namri se limitó a alzarse de hombros.

Halleck comprendió que aquella iba a ser toda la respuesta que recibiría. ¡Maldición! ¡No podía regresar al lado de Jessica con tales preguntas sin responder! Agitó la cabeza.

—¿Por qué haces preguntas sobre algo que no puedes cambiar? —dijo Namri—. Estás siendo bien pagado.

Halleck miró ceñudo al hombre. ¡Fremen! Creían que todos los extranjeros estaban influenciados totalmente por el dinero. Pero Namri estaba hablando más allá de los prejuicios Fremen. Había otras fuerzas allí, y era obvio que había sido adiestrado en la observación por una Bene Gesserit. Todo aquello olía a una finta en otra finta en otra finta…

Utilizando la insultante forma familiar, Halleck dijo:

—Dama Jessica puede encolerizarse. Puede enviar ejércitos contra…


¡Zanadiq!
—increpó Namri—. ¡Tú, mensajero de oficio! ¡Tú estás fuera del
Mohalata
! ¡Me complaceré en poseer tu agua para el Noble Pueblo!

Halleck permaneció con una mano apoyada en su cuchillo, preparando la pequeña sorpresa que había colocado en su manga izquierda para los agresores.

—No veo ningún agua derramada aquí. Quizá te haya cegado tu orgullo.

—Todavía vives porque deseaba que supieras antes de morir que tu Dama Jessica no enviará ejércitos contra nadie. No vas a entrar placenteramente en el Huanui, escoria de otro mundo. Yo pertenezco al Noble pueblo, mientras que tú…

—Yo tan sólo soy un siervo de los Atreides —dijo Halleck, con voz tranquila—. Nosotros somos la escoria que ha arrancado el yugo Harkonnen de vuestros malolientes cuellos.

Namri mostró sus blancos dientes en una mueca.

—Tu Dama está prisionera en Salusa Secundus. ¡Los mensajes que creías suyos provenían de su hija!

Con un supremo esfuerzo, Halleck consiguió mantener su voz tranquila.

—No importa. Será Alia quien…

Namri extrajo su crys.

—¿Qué es lo que sabes del Seno del Cielo? Yo soy siervo, puta macho. ¡Es por orden suya que tomo tu agua! —y se lanzó a través de la estancia en un temerario asalto.

Halleck, sin dejarse engañar por una tan obvia torpeza, alzó su brazo izquierdo, sacando de su manga el largo extra de resistente tela que había mantenido oculta allí, dejando que el cuchillo de Namri se enredara en él. Con el mismo movimiento, Halleck echó la tela alrededor de la cabeza de Namri, y lanzó el cuchillo contra ella, apuntando directamente al rostro. Sintió la punta del arma alcanzar su destino en el mismo momento en que el cuerpo de Namri lo golpeaba con la dura superficie de una armadura metálica oculta bajo sus ropas. El Fremen lanzó un ultrajado alarido, rebotó hacia atrás, y cayó. Quedó tendido allí, con la sangre manando abundantemente de su boca mientras sus ojos contemplaban furiosamente a Halleck y empezaban a velársele.

Halleck expelió el aire entre sus apretados dientes. ¿Cómo podía creer aquel estúpido de Namri que nadie se daría cuenta de la presencia de la armadura bajo sus ropas? Halleck se dirigió al cadáver mientras se soltaba la tela extra de su manga, limpiaba con ella el cuchillo y lo enfundaba.

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