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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (57 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Podía oír a las truchas de arena sumergiéndose en el qanat, el remolino de los predadores devorándolas. El agua ablandaba a la trucha de arena, la volvía flexible. Los chicos aprendían esto pronto. Una pizca de saliva bastaba para que exudaran su dulce jarabe. Leto escuchó los chapoteos. Era una migración de truchas de arena hacia el agua al abierto, pero nunca conseguirían enquistar el fluyente qanat patrullado por peces predadores.

Seguían llegando, seguían chapoteando.

Leto removió la arena con su mano derecha hasta que sus dedos encontraron la coriácea piel de una trucha de arena. Era una de las mayores, tal como había esperado. La criatura no intentó escapar, sino que se movió ávidamente sobre su piel. Leto exploró sus contornos con su mano libre… su forma era aproximadamente romboide. No tenían cabeza, ni extremidades, ni ojos, pero pese a ello localizaban infaliblemente el agua. Podían unirse unas a otras cuerpo contra cuerpo, sujetándose entre sí a través de los cilios que circundaban sus flancos, formando un enorme saco-organismo que enquistaba el agua en su interior, aislando así el «veneno» del gigante en que se convertiría más tarde la trucha de arena: Shai-Hulud.

La trucha de arena se contorsionó en su mano, extendiéndose, aplanándose. A medida que se movía, Leto sintió que la visión que había elegido se extendía y se aplanaba también al mismo ritmo.
Este hilo, no ese otro.
Sintió la trucha de arena volverse delgada, cubrir cada vez una mayor extensión de su mano. Ninguna trucha de arena había encontrado antes una mano como aquélla, con cada una de sus células supersaturada de especia. Ningún ser humano había vivido y razonado antes en aquellas condiciones. Delicadamente, Leto ajustó su equilibrio enzimático, alcanzando la iluminada sabiduría que había adquirido en el trance de la especia. El conocimiento de aquellas incontables vidas que se fundía en su interior proporcionaba la certeza de que elegía los ajustes precisos, apartando el peligro de una sobredosis mortal que podía aniquilarlo si relajaba su atención tan sólo el tiempo de un latido de su corazón. Y al mismo tiempo lo fundió con la trucha de arena, alimentándose de ella, alimentándola a ella, aprendiendo a conocerla. La visión de trance le indicaba el camino, y lo siguió con precisión.

Leto sintió que la trucha de arena se hacía cada vez más delgada, una película que se extendía más y más sobre su mano, alcanzando su brazo y ascendiendo por él.

Localizó otra trucha de arena, la situó sobre la primera. El contacto desencadenó un frenético agitarse de ambas criaturas. Sus cilios se entrelazaron, y se convirtieron en una única membrana que lo cubría hasta el codo. Las truchas de arena se ajustaban a su papel de guante viviente de los juegos infantiles, pero volviéndose más y más sensitivas a medida que él las forzaba a actuar como una piel simbiótica. Bajó aquel guante viviente, tanteó la arena, sus sentidos captaron cada uno de sus granos. Ya no eran truchas de arena; eran algo distinto, más fuerte, más resistente. Y se irían haciendo cada vez más fuertes y resistentes… Su mano que escarbaba la arena encontró otra trucha de arena, que saltó por sí misma para unirse a las dos primeras y adaptarse a su nuevo papel. Una suavidad correosa se insinuó a lo largo de su brazo hasta su hombro.

Con una terrible fuerza de concentración, consiguió la unión de aquella nueva piel con su cuerpo, previniendo el rechazo. No permitió que ningún ángulo de su atención se detuviera ni un solo momento en considerar las terribles consecuencias de lo que estaba haciendo. Tan sólo las necesidades de su visión del trance permanecían. Tan sólo de aquella prueba podía surgir el Sendero de Oro.

Leto se quitó sus ropas y yació desnudo sobre la arena, con su enguantado brazo tendido en el camino de la migración de truchas de arena. Recordó que en una ocasión él y Ghanima habían capturado una trucha de arena y la habían frotado contra la arena hasta que se contrajo en un
gusano-niño
, un tubo rígido con todo su interior repleto del jarabe verde. Uno necesitaba tan sólo morder suavemente uno de sus extremos y chupar rápidamente, antes de que la herida se cerrara de nuevo para obtener unas gotas del dulce liquido de su interior.

Ahora las truchas de arena recubrían todo su cuerpo. Podía sentir el pulsar de su sangre contra la viviente membrana. Una intentó recubrir su rostro, pero la rechazó bruscamente hasta que se convirtió en un delgado rollo. La criatura se hizo mucho más larga que el gusano-niño, y también mucho más flexible. Leto mordió su extremo, paladeó el fino chorro de dulzura que manó durante mucho más tiempo que el que cualquier otro Fremen hubiera experimentado nunca. Podía sentir la energía que fluía a través dé él junto con el dulce sabor. Una curiosa excitación dominó su cuerpo. Siguió durante un tiempo enrollando la membrana que intentaba cubrir su rostro, hasta que hubo construido a todo su alrededor un rígido círculo que iba desde su mandíbula hasta su frente, dejando al descubierto sus orejas.

Ahora la visión debía ser probada.

Se alzó sobre sus pies, se giró, y echó a correr hacia la choza, y al moverse se dio cuenta de que sus pies avanzaban demasiado aprisa para permitirle mantener el equilibrio. Se dejó caer en la arena, rodó sobre sí mismo, y volvió a levantarse de un salto. El salto lo levantó dos metros sobre la arena y, cuando sus pies entraron de nuevo en contacto con el suelo e intentó andar, se dio cuenta de que de nuevo se movía demasiado rápidamente.

¡Alto!
, se ordenó a sí mismo. Se sumergió en la forzada relajación
prana-bindu
, concentrando sus sentidos en el pozo de su consciencia. Aquello le permitió enfocar la agitación interior del
ahora-constante
a través del cual experimentaba el Tiempo, y permitió que la embriaguez de la visión lo inundase. La membrana actuaba exactamente tal como su visión había predicho.

Mi piel no es la mía.

Pero sus músculos necesitarían un cierto adiestramiento para vivir con aquel movimiento amplificado. Cuando anduvo de nuevo, volvió a caer y a rodar sobre sí mismo. Entonces se sentó. En la inmovilidad, el cordón bajo su mandíbula intentó convertirse de nuevo en una membrana y cubrir su boca. Escupió contra él y lo mordió, saboreando el dulce jarabe. Se enrolló de nuevo bajo la presión de su mano.

Ya había pasado el tiempo suficiente como para completar la unión con su cuerpo. Leto se tendió y se giró boca abajo. Empezó a arrastrarse, haciendo que la membrana rozara contra la arena. Sintió distintamente la arena, pero desgarró su nueva piel. Con unos pocos movimientos natatorios atravesó cincuenta metros de arena. La única reacción física fue una sensación de calor inducida por la fricción.

La membrana ya no intentó de nuevo cubrir su nariz o su boca, pero ahora debía afrontar el segundo gran paso en dirección a su Sendero de Oro. Sus ejercicios lo habían llevado lejos del qanat, en dirección al cañón donde se hallaba el gusano atrapado. Oyó su siseo avanzando hacia él, atraído por sus movimientos.

Leto saltó en pie, con la intención de permanecer inmóvil y esperar, pero el movimiento amplificado lo envió braceando veinte metros más adentro en el cañón. Controlando sus reacciones con un terrible esfuerzo, se sentó, cruzando los pies y envarando el cuerpo. Entonces la arena empezó a torbellinear directamente ante él, irguiéndose en una curva monstruosa iluminada por la luz de las estrellas. La arena se abrió a solo dos cuerpos de distancia de él. Unos dientes de cristal relucieron a la débil claridad. Vio la bostezante boca grande como una caverna y, mucho más atrás, el reflejo de una débil llama. Un intensísimo olor a especia lo invadió. Pero el gusano se había detenido. Permaneció frente a él mientras la Primera Luna emergía por encima de la colina. La luz se reflejó en los dientes del gusano, delineando la dantesca fosforescencia de los fuegos químicos que ardían en las profundidades de la criatura.

Tan profundo era el innato miedo Fremen, que Leto se vio casi dominado por el deseo de huir. Pero su visión lo mantuvo inmóvil, fascinado por aquel prolongado momento. Nunca nadie había permanecido antes inmóvil tan cerca de la boca de un gusano vivo y había sobrevivido. Cautelosamente, Leto movió su pie derecho, tropezó contra un montículo de arena y, reaccionando demasiado apresuradamente, se vio impulsado hacia la boca del gusano. Se detuvo, dejándose caer sobre sus rodillas.

El gusano no se movió.

Captaba tan sólo a las truchas de arena, y nunca atacaría al vector de las profundidades arenosas de su propia cadena biológica. El gusano atacaría a cualquier otro gusano en su territorio y acudiría al reclamo de la especia al aire libre. Tan sólo una barrera de agua lo detendría… y la trucha de arena, encapsulando el agua, era una barrera de agua.

Experimentalmente, Leto movió una mano hacia aquella aterradora boca. El gusano retrocedió todo un metro.

Recobrando su confianza, Leto se giró de espaldas al gusano y empezó a enseñar a sus músculos a vivir con su nuevo poder. Cautelosamente, anduvo hacia el qanat. El gusano permanecía inmóvil tras él. Cuando Leto estuvo más allá de la barrera de agua, dio un salto de alegría, recorrió diez metros por el aire hasta tocar de nuevo la arena, se dejó caer, rodó sobre sí mismo, estalló en una gran carcajada.

Una luz tembló sobre la arena cuando el sello de la choza fue abierto. Sabiha se perfiló inmóvil contra el resplandor amarillo púrpura de la lámpara, mirando hacia él.

Riendo, Leto corrió a través del qanat, se detuvo frente al gusano, se giró, y miró a Sabiha con los brazos abiertos.

—¡Mira! —gritó—. ¡El gusano me obedece!

Mientras ella seguía mirándole, helada por el estupor, se giró de nuevo, contorneó al gusano, y se adentró en el cañón. Ganando experiencia con su nueva piel, descubrió que podía correr con tan sólo una ligera flexión de sus músculos. Apenas necesitaba realizar ningún esfuerzo. Cuando se esforzaba en correr, casi volaba sobre la arena, con el viento ardiendo en el círculo de su rostro que quedaba expuesto. Al llegar al final del cañón, en lugar de detenerse, dio un salto de más de quince metros, se agarró a las rocas, escaló, trepando como un insecto, y alcanzó la cresta que dominaba el Tanzerouft.

El desierto se extendía ante él, una vasta ondulación plateada a la luz de la luna.

La loca embriaguez que se había apoderado de Leto cedió.

Se acuclilló, sintiendo cuán ligero era ahora su cuerpo. El esfuerzo había producido una ligera película de sudor, que un destiltraje hubiera absorbido hacia los tejidos de recuperación que separarían las sales. Al relajarse, la película desapareció, absorbida tan rápidamente por la membrana como lo hubiera podido hacer un destiltraje. Pensativamente, Leto enrolló un extremo de la membrana bajo sus labios y tiró de él hasta su boca, bebiendo el dulce jugo.

De todos modos, su boca no quedaba protegida. La sabiduría Fremen le decía que la humedad de su cuerpo era desperdiciada a cada respiración. Leto tiró de una sección de la membrana para que cubriera su boca, la enrolló hacia abajo cuando intentó sellar su nariz, la sujetó firmemente hasta que la enrollada barrera permaneció en su lugar. A manera del desierto, pasó a la respiración automática: respirar por la nariz, expirar por la boca. La membrana sobre su boca formó una protuberancia en forma de pequeña burbuja, pero permaneció en su sitio. Ninguna humedad se acumuló en sus labios, y su nariz siguió despejada. Así pues, la adaptación progresaba.

Un tóptero voló entre Leto y la luna, se ladeó, y avanzó en su dirección para aterrizar en el interior de la colina, quizás a unos cien metros a su izquierda. Leto lo observó, se giró, y miró al cañón por el cual había llegado hasta allí. Podían verse varias luces allá abajo, al otro lado del qanat, el agitarse de una multitud. Oyó gritos lejanos, captó la histeria en las voces. Dos hombres avanzaron hacia él desde el tóptero. La luz de la luna se reflejó en sus armas.

El Mashhad
, pensó Leto, y fue un pensamiento triste. Aquel era el gran salto hacia el Sendero de Oro. Se había cubierto con un destiltraje viviente y autorreparante de membranas de truchas de arena, algo de un valor inconmensurable en Arrakis… cuyo precio no podía ser fijado.
Ya no soy humano. Las leyendas acerca de esta noche crecerán y engrandecerán las cosas hasta el punto que ninguno de sus participantes las reconocerá. Pero estas leyendas serán, en su mayor parte, verdad.

Miró hacia abajo, más allá de la colina, estimando que el desierto se hallaba a unos doscientos metros bajo él. La luna hacía resaltar los riscos y las escarpaduras en la agreste ladera, sin revelar ningún camino practicable. Leto permaneció inmóvil, inhaló profundamente, miró hacia atrás, hacia los hombres que se aproximaban, y luego se encaramó hasta el último saliente rocoso y saltó al vacío. A unos treinta metros más abajo sus flexionadas piernas hallaron una estrecha cornisa. Sus amplificados músculos absorbieron el choque y rebotaron hacia un lado en dirección a otro saliente, donde se sujetó con sus manos, para saltar otros veinte metros, sujetarse a otro reborde y saltar de nuevo, una y otra vez, rebotando de saliente en saliente, agarrándose a las irregularidades del terreno. Su último salto fue de cuarenta metros, aterrizando con las rodillas dobladas y rodando varias veces sobre sí mismo antes de ponerse en pie en la lisa ladera de una duna, en medio de una pequeña erupción de arena y polvo. Al llegar al fondo, se lanzó hacia la cima de la siguiente duna de un solo salto. Pudo oír frenéticos gritos desde la parte superior de la colina rocosa, pero los ignoró, concentrándose tan sólo en sus saltos desde la cima de una duna a la siguiente.

A medida que se iba habituando a sus amplificados músculos, sentía una alegría sensual que no había anticipado en aquel devorar distancias de sus movimientos. Era como un ballet en medio del desierto, un desafío al Tanzerouft, que nadie hasta entonces había experimentado nunca.

Cuando juzgó que los ocupantes del ornitóptero se habían recuperado lo suficiente de su shock como para proseguir su persecución, se ocultó en la ladera en sombras de una duna, excavando un túnel en ella. La arena era como un líquido denso para su nueva fuerza, pero la temperatura ascendía peligrosamente cuando se movía demasiado aprisa. Cuando emergió en la otra cara de la duna, descubrió que la membrana había cubierto su nariz. La apartó de allí, sintiendo cómo la nueva piel pulsaba sobre su cuerpo en su labor de absorber su transpiración.

BOOK: Hijos de Dune
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